La verdadera realidad la encontraréis bajo estas lineas

lunes, 28 de diciembre de 2009

Aeroparque

Aeropuerto de Aeroparque, Buenos Aires, 07.30.
Tenían que ir a Tucumán. Charlaban de cosas sin importancia mientras empujaban el carrito con las maletas por el ancho pasillo donde se encontraban los mostradores de facturación de las diferentes aerolíneas. Ellos estaban buscando el suyo. Creían haberlo encontrado casi al final de la larga avenida cuando de repente las vieron. Eran tres. La primera era gorda y exhuberante. Rondaría los sesenta años. Tenía en la cabeza una especie de collar de monedas doradas que le pasaba por el medio de la frente. Un camiseta verde muy ajustada que le marcaba las grandes tetas que poseía. Las lorzas le salían entre la camiseta y la falda que era de mil colores y casi transparente. Parecía la mayor de ellas. En los pies unas sandalias. La segunda tenía un panuelo rojo atado a la cabeza. La camiseta era azul y de manga larga y la falda larga hasta el suelo y de color amarillo chillón. Estaba entrada en carnes y aparentaba unos treinta años. Calzaba playeros sin calcetines. La última tendría unos treinta y cinco o cuarenta años. También gorda y con camiseta y falda larga de colores llamativos y chillones. Calzaba sandalias con las uñas pintadas en rojo putón. Llevaba el pelo suelto y con una capa de mierda y grasa que daba arcadas al más pintado. La melena le llegaba a la cintura. Ellos se quedaron parados mirándolas un largo periodo de tiempo. Después se miraron tratando de aguantar la risa. Ya estaban bautizadas. Eran la Porcona Raquel, Mamá Rosario y la Zíngara.

martes, 22 de diciembre de 2009

La fiesta de Navidad

Se había levantado de buen humor. Desayunó, como siempre, café con leche con sacarina líquida y una pieza de fruta. Concretamente una mandarina. Iba a ir a ver el concierto de Navidad que hacían en el colegio de su hija. Llegó y se sentó en la séptima fila. Estaba cómodo. Estaba a gusto. Iba a disfrutar del espectáculo de su hija sin ninguna preocupación. Pero de repente... Empezó a oir palmas que provenían de los altavoces del salón de actos donde iba a transcurrir la obra. El estómago se le empezó a revolver y le entraron unas ganas de vomitar terribles. Le empezaron los mareos también cuando empezaron los primeros acordes de la canción. Otra vez los villancicos gitanos.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El enfermo

La enfermedad le impedía hacer cosas normales. No podía saltar, ni correr, ni caminar, en realidad, no podía ni salir de casa. Ni siquiera de su habitación. Sus amigos hacía mucho tiempo que habían dejado de preguntar por él. Ya ni lo echaban en falta. Su madre le llevaba la comida a la habitación y él ni la miraba, la enfermedad había llegado a su punto más álgido. Su carácter se había agriado como el vino malo en barrica de pino. Llevaba más de tres años en estado semicomatoso delante de su ordenador.

El infarto

Apuró la cerveza y salió del bar. LLegaba tarde a casa donde lo esperaba su mujer. Otra vez más tenía que llevarla a comprar y eso no lo soportaba. Era superior a él. De escaparate en escaparate, de tienda en tienda. Era una cosa insufrible. Y ahora con las fiestas la cosa sería peor que la última vez donde tuvo que aguantar seis horas maratonianas cargado de bolsas como un pollino. Lo pensaba y le entraban sudores fríos y escalofríos. Sabía que era inútil resistirse pero aún así su mente iba fraguando una historia que le sirviera como excusa. Pensaba decirle que se encontraba mal, que tenía dolor de barriga, de estómago o de cabeza pero sabía que eso no colaría, es más, no lograría engañar a su mujer de ninguna manera. Seguía sudando en frío y ahora le había empezado un ardor de estómago que le hacía presagiar el inminente ataque de ansiedad. LLegó a casa con palpitaciones y mareos. Tenía el corazón a 210 pulsaciones. Abrió la puerta y vio a su mujer preparada y dando los últimos retoques de maquillaje frente al espejo. Su corazón no lo pudo soportar.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

La negativa

Le dijo que no y no lo entendió. Sentía ganas de matarlo, es más, desde el mismo momento de su respuesta ya estaba planeando como hacerlo. Era un golfo y para algo que le pedía se lo negaba. Lo mataría, descuartizaría y después le daría los trozos a los perros. No merecía menos. Después de los reiterados favores que le había hecho ahora le negaba el pan para sus hijos, mejor dicho, para su hijo. Era un miserable y se merecía morir. Siempre vendiendo motos, vendiendo humo y viviendo del cuento. No había trabajado en su vida y se creía con la autoridad del que si lo hace.

martes, 15 de diciembre de 2009

El parque

Comía pipas en un banco del parque que tenía pegado a casa. Ese parque le gustaba, aunque tuviera que apartar para sentarse las jeringuillas de la noche anterior que los yonkis dejaban tiradas. Era pequeño pero tenía unos árboles altos y con un verde esmeralda que hacían que se sintiese en una época lejana y perdida. En una época donde la tecnología no era más que una ilusión de mentes retorcidas y avanzadas. Era su parque y no iba a permitir que se lo estropearan. Ni los yonkis ni los empleados municipales con su dejadez y pasotismo. Moriría por su parque si hacía falta pero no iba a consentir que su rincón favorito se deteriorara bajo sus ojos, bajo ningún concepto.

lunes, 14 de diciembre de 2009

El día señalado

Llevaba tiempo esperándolo y por fin el día señalado había llegado. Tenía muchas ganas de sentir esa extraña sensación en su piel. Ese hormigueo constante producido por los nervios del que espera impaciente que llegue su hora. Empezaron sus primeras contracciones. Sudaba. Sabía que el dolor iba a ser cosa de unos minutos, quizás horas pero merecería la pena. Se acostó en la camilla, abrió las piernas y se puso a empujar con todas sus fuerzas. Las gotas de sudor se acumulaban en su piel como perlas del Pacífico. Se concentraba en poder expulsarlo con la mayor premura posible y con el menor dolor pero las punzadas agudas le recorrían todo el cuerpo hasta hacerla estremecerse. Seguía empujando cada vez con más fuerza, estaba exhausta, creía que no lo iba a poder conseguir cuando por fin...
Pfffffffff, lo había conseguido, por fin después de tanto tiempo. El olor de la bufa inundaba toda la estancia. Había sido el mejor pedo que había oído y olido en su vida.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Boca pastosa

Se levantó eructando y con un sabor a metal muy intenso en su pastosa boca. Tenía también el estómago desecho de la cantidad de años que llevaba fumando crack y consumiendo cocaína. Ese ritmo de trabajo que se concentraba en una sola noche del año lo acabaría llevando a la tumba. Menos mal que tenía a sus fieles compañeros de fatigas para compartir los malos momentos que en esta profesión eran innumerables. Se miró al espejo añorando la juventud perdida y pasó su lengua por el rulo que la noche anterior había dejado tirado en el espejo del lavabo. No podía más, estaba cansado muy cansado, de no hacer nada. El Ministro llegaba una vez más tarde.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El verderón

Era otoño. Hacía frío y llovía fuerte. Las hojas caídas crepitaban bajo las suelas de sus zapatos dejando en el aire un sentimiento ingravido e inquietante. Subía por la cuesta contigua a la pared sur del cementerio y se encontró de bruces con la peor de sus pesadillas. El verderón había conseguido escapar. No sabía como lo había hecho pero lo había logrado. Quizás lo entendería mejor con ayuda de su psiquiatra pero en este momento no lo podía llamar. Estaba paralizada por el miedo. Lo tenía allí delante y solamente podía admirar su belleza.

Caminando por Blimea

Iban de lado a lado. La acera se les quedaba estrecha y todo el mundo se les quedaba mirando. A ellos les daba igual. Cagaban para los cientos de prejubilados que había en los bares y aceras de Blimea. Ellos habían trabajado duro para pagarles 3000 euros al mes a aquellos bastardos de 45 años que probablemente tardarían otros tantos en espicharla. A Ginio y a Pepe eso les dolía. Sabían que esa chusma era la sentencia de muerte definitiva para su país por eso se habían dado a la bebida. El gincola era su única y mejor compañía y no querían otra. Lo habían dado todo y ahora ellos recibían la compensación más ingrata en forma de garrafón y bebidas extranjeras. Pero les daba igual ellos seguían caminando por Blimea.

El pimiento rojo

Hacía tiempo que no lo veía. Concretamente desde que un mes antes había dado a luz el hijo de madera que tanto anhelaba. Lo seguía con la mirada y la boca se le ponía como un bebedero de patos. La respiración se le entrecortaba y sentía golpear a su corazón desbocado en las sienes. Tuvo que parar de caminar, se agachó, tomó aire y lo volvió a mirar embelesado. No podía mas. Iba a explotar. Sentía que iba a explotar. Allí lo tenía después de tanto tiempo de sueños húmedos. Allí estaba el pimiento rojo.