La verdadera realidad la encontraréis bajo estas lineas

lunes, 27 de diciembre de 2010

El mundo de Mon

Mon era un director de cine muy mediocre, más bien era un director de cine pésimo aunque él, a sabiendas de sus limitaciones, no hacía otra cosa que tirarse flores y criticar el trabajo de todos sus colegas. Tenía el típico complejo de inferioridad no reconocido que proyectaba al experior intentando darle la vuelta a la tortilla queriendo hacer de todos sus defectos virtudes. La envidia lo corroía por dentro. Sabía que no daba más de si, quizás era por eso. Tenía buenos contactos que se había labrado a base de andar de rodillas por los despachos de la sede del partido político que llevaba ejerciendo la hegemonía durante más de treinta años en su tierra. Su jefe era el marido de la tipa que repartía las subvenciones para el cine de la lengua minoritaria en la que rodaba y que sin embargo, que paradoja, él no hablaba. Se ponía muy nervioso cada vez que salía algo al mercado que él o sus compinches no controlaban no fuera a ser que se les acabara el chollo y despotricaba en cualquier periódico o medio de comunicación sin ni siquiera haber visto el producto. Perdía los nervios con facilidad y fumaba. Fumaba sin parar, sin control. Esa era una de sus señas de identidad, otra era verle con las manos en los bolsillos mientras los cámaras hacían los planos que él les ordenaba de sus, valga la redundancia, infumables productos. Ese era su mundo el mundo de Mon.

martes, 14 de diciembre de 2010

El muelle de Gouvan

Era una noche muy oscura. Llovía y hacía frío, un frío húmedo y cortante que se calaba lentamente por la ropa llegando a tocarte el mismo tuétano de los huesos con sus yemas heladas. El muelle era ya de por si un sitio lúgubre y sombrío pero aquella noche parecía aún más terrible debido a las fantasmagóricas formas que dibujaba la niebla entre los derruídos edificios. Avanzaba rápidamente desde la negra mar hasta las grúas de carga, colándose por todos los rincones, cubriendo todas las superficies con su manto blanco atomizado en millones de diminutas partículas de agua. Y allí estaba Gouvan esperando la señal. Conocía aquellos embarcaderos como la palma de su mano, no en vano, se había criado en ellos pero ahora las cosas habían cambiado mucho. Todo se había vuelto más complicado y peligroso y aunque él fuera perro viejo aquello, sin lugar a dudas, no era lo mismo, ahora había mucha gente en el oficio. Divisó una luz a lo lejos, una especie de linterna realizando círculos. Ya están aquí, pensó. Se equivocaba. Se dispuso a preparar, como siempre, el maletero del coche para meter la mercancía, arrancó el motor y dio las luces. Encendió un pitillo tranquilamente y ahí se comenzó a dar cuenta de que algo marchaba mal. La luz seguía en el mismo sitio y nadie se acercaba al lugar concertado. Tengo que dejar este trabajo, juro por mi vida que hoy mismo es mi última entrega, tengo que dejarlo o esto me va a llevar a la tumba, mascullaba Gouvan. En ese mismo instante de ensimismamiento llegaron hasta él. La escena era dantesca, verdaderamente dantesca. Tenía ante sí a un hombre de unos cincuenta y seis años gordo y trajeado acompañado de una jovencita de no más de veinte con una mini falda de lentejuelas color plata y un top negro con un escote que dejaba ver el alma.
- ¿Me has hecho venir hasta aquí para esto?, dijo Gouvan encolerizado.
- Quería probar sabia nueva, se limitaron a responder
No pudo más, era demasiado. Le habían hecho ir hasta su Bretaña natal para hacer el ridículo con una simple transación de un millón de euros y encima tenía que aguantar a aquel asqueroso corrupto con aquella muñeca del Este presa de alguna mafia ubicada en la costa del sol. Sacó su pistola y le descerrajó 5 tiros en la cabeza al concejal de urbanismo de turno. A la puta que lo acompañaba le prestó su abrigo y le dio cincuenta euros para el taxi. Su vida como conseguidor había llegado a su fin. Su relación con los políticos había quedado finiquitada.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Urgencias

Era un incomprendido. Todos lo llamaban loco, en realidad, no lo entendían o no lo querían entender pero la realidad era que de nuevo se encontraba allí postrado, en aquella fría e incómoda estancia de color blanco inmaculado en la sala de urgencias del mismo hospital al que acudía cada vez que sentía de cerca el cálido aliento de la muerte. Otra vez, otra más, allí solo, en contínua lucha entre su calculadora cabeza y su cuerpo desbocado tal como si fuera una manada de potros salvajes, una estampida de bisontes o una piara de puercos hambrientos en una dehesa de los alrededores de Emérita Augusta. El pinchazo de rigor con el consiguiente escalofrío, las pegatinas azules en el pecho para facilitar el electrocardiograma y el diazepán en vena para regular todos los indicadores. Una hora más tarde llegaba el informe médico con todo en regla, con una insultante e inquietante corrección, las enzimas eran normales, el electro normal, no había rastro de infarto. Las pulsaciones habían vuelto a su habitual anormalidad y de la opresión en el pecho apenas quedaban pequeños restos. Salió por la puerta leyendo el cartel de "Urgencias" sabiendo que pronto volvería a vislumbrarlo.