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jueves, 25 de marzo de 2010

La doncella blanca

Su boca salivaba más de lo normal cuando la miraba. Incluso le salía un poco de espumilla blanca por la comisura de los labios cuando la tenía enfrente o cuando la olía. Estaba enamorado de ella hasta la médula y le contaba sus pequeñas cosas en privado por miedo a que lo tacharan de loco, de demente, de desquiciado si lo veían dirigiéndose a ella. Se acostaba y se levantaba, cuando era capaz de dormir, con la misma idea en su mente, no se la podía quitar de la cabeza. Era una especie de obsesión enfermiza que rayaba en la demencia. Apenas comía y en el último mes había adelgazado más de diez kilos dejándole un aspecto enfermizo con ojeras grandes y negras como dos moratones. Se estaba consumiendo en vida por culpa de su estúpida timidez y de su amarga amiga, la doncella blanca.

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