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miércoles, 14 de abril de 2010

El sindicalista

Lo escuchaba como quien oye llover. No le estaba prestando ni la más mínima atención porque sabía que lo que le estaba contando era totalmente falso. Sin embargo, asentía con la cabeza dándole la razón como a los locos. Era de esas personas que no paran de hablar ni debajo del agua y esto no lo soportaba pero no tenía más remedio. Era su jefe y se jugaba mucho si le decía que se callara un segundo pues era muy mal tomado. Podría costarle incluso el puesto de trabajo que tanto le había costado ganar a base de lamer culos y arrodillarse debajo de las mesas de grandes despachos. Aguantaría lo que fuese con tal de que no le quitaran su despacho, su coche oficial y su sueldazo. Pensaba que era un privilegiado pero a su vez creía que trabajaba mucho por y para sus colegas. Era la dura vida del sindicalista liberado.

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