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jueves, 30 de septiembre de 2010

El secreto

Se quedó mirando hacia él con cara de pocos amigos. La sangre le comenzó a hervir por dentro y las tripas se le retorcían como anguilas encerradas en un pequeño frasco de mahonesa. La ira y el odio se comenzaron a apoderar de su persona y llegó un punto en que ya no era responsable de sus actos. Le pasaba casi siempre que se disfrazaba con su camisa roja, su visera haciendo juego y su silbato de los chinos con pegatina incluída. Ese disfraz le sentaba mal, hacía que se acrecentara su obsesión ya de por sí muy intensa, por las lunas de los escaparates. No pudo más y como siempre que salía con la pandilla, todos ellos disfrazados de progres sindicalistas, le dio una pedrada al cristal que tenía a su lado. Instantaneamente se sintió mejor, aliviado y felicitado por sus compañeros como el que realiza una gran obra. Era su obsesión y a la vez su secreto.

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