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martes, 9 de marzo de 2010

Cherman Vargas

Era un buen orador pero no estaba allí para eso. Estaba en el pupitre de las conferencias para dar las gracias y animar a los que se encontraban fuera de su tierra, fuera de su país, en el más absoluto de los exilios forzosos. El auditorio lo escuchaba ensimismado como quien tiene delante de sí al mismísimo Jesús de Nazaret. Acabó su arenga y la multitud rompió en aplausos e incluso alguna lágrima se dejaba ver por el rabillo de algún ojo emocionado. Se acercaron a él para comtemplar su vestimenta y comenzaron a tocarlo y a decirle toda una serie de alabanzas y bendiciones.

(Todo esto que viene debajo, léase con acento argentino)

- Qué Dios lo bendiga.

- Que San José de Arimatea vaya con usted al rincón más recondito del mundo donde se encuentre.

- Que San Gauchito Gil le de fuerzas para poder completar el gran reto de la vida.

- Vaya usted con Gilda.

- Que Rodrigo le proteja y guíe.



Cada persona le decía una cosa y él no sabía como obrar. De repente se fijó en unas gafas que lo miraban fíjamente. Detrás de ellas se encontraba un hombre de unos sesenta años más o menos con los ojos inyectados en sangre y lágrimas. Se acercó a él y le comenzó a tocar la montera y la chaqueta mientras le decía:

(Léase de nuevo con acento argentino)

- Es para la suerte, ¿sabe?, que Dios y la Santísima Trinidad le bendigan y el Cristo de los Dolores y la Santa Muerte. Vaya con Dios Cherman Vargas.

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